domingo, 16 de febrero de 2014

REFLEXION VI DOMINGO TO CICLO A


En el Evangelio de hoy continuamos con el Sermón de la Montaña, que comienza con el discurso de las Bienaventuranzas.  El Sermón de la Montaña lo predicó Jesucristo en los primeros meses de su Vida Pública y en él da la pauta de lo que sería la enseñanza que El venía a dar.   El centro de esta predicación del Señor es el Amor y la primacía de éste sobre la Ley.

         Por eso deja claramente establecido que no ha venido a abolir la Ley antigua, sino a perfeccionarla.  De allí la insistencia en decir:  “Habéis oído vosotros que se dijo a los antiguos ... Pero yo os digo: ...”  Con este planteamiento, varias veces repetido, el Señor anuncia los perfeccionamientos más fundamentales que viene a introducir en la Nueva Ley.  Estos perfeccionamientos están basados más en el amor que en el cumplimiento de la Ley Antigua.  Y resultó que el amor terminó siendo  mucho más exigente que la Ley que los israelitas de entonces  trataban de cumplir al pie de la letra.

         Por supuesto, el contenido de este discurso impresionó a la gente que lo escuchó, pero dice San Mateo al final del Sermón de la Montaña que lo que más impresionó fue “su modo de enseñar, porque hablaba con autoridad y no como los maestros de la Ley que tenían ellos” (Mt. 7, 28).

         Veamos algunos de perfeccionamientos que el Señor nos presenta como preceptos de la Nueva Ley: 

         Al antiguo precepto de “No matarás”, agrega el insulto, la ira, la agresión, el desprecio, el resentimiento contra alguien.  Y explica con más detalle:  “Cuando vayas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve luego a presentar tu ofrenda”.   

         Y ... ¿hacemos esto?  Cuando venimos a Misa y vamos a comulgar ¿hemos perdonado realmente a los que nos han hecho daño?  ¿Hemos pedido perdón a quien hemos ofendido?  ¿Nos hemos liberado de los resentimientos absurdos que tenemos contra los demás?  Y los llamamos absurdos, pues no hacen daño al otro, sino que terminan haciendo más daño a quien los lleva en su corazón. 

         El Rito de la Paz que se realiza justo antes de la Comunión indica precisamente esto a lo cual se refiere el Señor.  Pero … ¿nos damos “fraternalmente” la Paz, como indica el Celebrante?  En ese momento las personas que tenemos “próximas” representan al “prójimo”, al “hermano” de que nos habla el Señor en este pasaje.  Y ese gesto no significa un saludo banal, ni está allí para dar el pésame o las condolencias a los familiares del difunto por el cual se está ofreciendo la Misa.  Ese gesto significa algo muy concreto y exigente:  que no tenemos nada contra nadie, que nuestro corazón está limpio de rencor, de resentimiento y que, por tanto, puedo comunicar la Paz que Cristo nos da.   Sólo así, reconciliados plenamente con el hermano, podemos entonces comulgar y “presentar nuestra ofrenda”, en las condiciones que el Señor nos indica.

         El perdón es difícil.  Es uno de esos preceptos exigentes que pone Jesucristo en su Ley del Amor.  Si nos cuesta, pidamos esa gracia al Espíritu Santo.  Esa gracia del perdón es de las cosas buenas que el Señor desea que le pidamos, para El dárnosla.  Es bueno acostumbrarse a pedir virtudes, a pedir cosas buenas ...  y no tanta cosa poco útil a la vida espiritual.     

         Otro perfeccionamiento a la Antigua Ley que nos da Jesús se refiere a que, aunque no se materialice algún acto que vaya contra la Ley, ya con sólo el deseo, hemos infringido la Ley.  El solo deseo de algún acto contrario a la Ley de Dios, ya es una falta. 

         Por eso el que habla contra alguien, sobre todo si es una calumnia, ya ha asesinado a ese hermano en su corazón.  También el que haya mirado a alguien con deseo, aunque no materialice ese deseo, ya ha cometido adulterio en su corazón. 

         Como vemos, la Ley Nueva se centra también en lo íntimo de la persona, en aquellos pensamientos y deseos nuestros que sólo Dios conoce.  De allí la importancia de la pureza de corazón, de no tener deseos escondidos, ni de manifestar en palabras, cosas  que vayan contra el amor.

         También habla el Señor contra el divorcio y a favor de la indisolubilidad del Matrimonio Cristiano.  No es lícito divorciarse y volverse a casar.  Y  basado en esto la Iglesia no permite la recepción de la Comunión a los que se encuentran en esta situación irregular, pero sí los invita a venir a la Santa Misa,  a orar, e inclusive a hacer obras de caridad y  a participar en algunas actividades de la Iglesia, invitándolos siempre a pedir la gracia de regularizar su situación.

         Jesús nos habla también de no jurar.  Y nos dice que la cuestión es muy sencilla:  decir simplemente sí, cuando es sí, y no, cuando es no.  Así nunca necesitaremos jurar.   

         Para comprender y vivir esta Nueva Ley que Jesús nos trae es necesario que el cristiano esté abierto y se deje penetrar de la Sabiduría Divina.  San Pablo sigue insistiendo en esto a lo largo de esta Primera Carta a los Corintios que hemos estado leyendo estos domingos, junto con el Sermón de la Montaña. 

         Juzgados estos exigentes preceptos del Señor con sabiduría humana, la cual San Pablo desecha por completo en esta Carta, es imposible comprenderlos y cuesta mucho aceptarlos.  Pero la Sabiduría de Dios, nos dice San Pablo, “que es misteriosa y escondida ... fue prevista por Dios para conducirnos a la gloria”, para llegar a disfrutar de “lo que Dios tiene preparado para los que lo aman”.        Y ¿quiénes son los que aman a Dios?  Los que cumplen sus preceptos, los que siguen su Voluntad.

         Y eso que Dios tiene preparado no lo podemos ni imaginar.  Así dice San Pablo:  “ni el ojo lo ha visto, ni el oído lo ha escuchado, ni la mente del hombre pudo siquiera haberlo imaginado”.  Esa es la descripción del Cielo que nos da San Pablo.  El lo vio, y eso es lo que nos da a conocer de lo que vio.

         Por eso hemos cantado en el Salmo:  “Dichoso el que cumple la Voluntad del Señor”.  Dichoso, porque podrá llegar a ese sitio que Dios nos tiene preparado.  En vez de pensar que los preceptos del Señor son imposibles o demasiado difíciles, debemos orar como lo hicimos en el Salmo:  “Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes y yo lo seguiré con cuidado.  Enséñame, Señor, a cumplir tu Voluntad  y a guardarla de todo corazón”.


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