La semana pasada, si no se hubiese celebrado la PRESENTACIÓN DEL SEÑOR EN EL
TEMPLO se hubiese proclamado las bienaventuranzas; Jesús se dirige directamente
a los discípulos, a nosotros , para saborear su palabra y participar de su
mesa: Si vuestro comportamiento se orienta según los grandes principios que os
acabo de exponer, a saber, la preferencia por los pobres, la mansedumbre, el
deseo de ser justos, el ejercicio de la misericordia, la rectitud de intención,
el amor a la paz y el estar dispuestos a sufrir persecución por mi causa,
entonces vosotros seréis realmente la sal de la tierra y la luz del mundo. Con
estas palabras, Jesús quiere enseñarnos en qué consiste y cuál es la misión del
discípulo. Veamos a qué alude el Señor con la metáfora de la sal y la luz.
En primer lugar, “vosotros sois la sal de la tierra”, nos dice el
Señor. La sal, lo sabemos, no sirve por sí misma: no se come directamente la
sal, nos envenenaría, pero sirve para condimentar, para dar sabor a los
alimentos, para preservarlos de la corrupción, e incluso para fertilizar los
campos de cultivo. La función natural de la sal es de acompañamiento, de
servicio, sin aparecer en primer plano, sin hacerse notar. Sólo cuando falta,
percibimos su ausencia; o cuando está en proporción excesiva, porque no la
soportamos y nos hace daño.
Con la imagen de la luz, “vosotros sois la luz del mundo”, Jesús
alude a lo mismo, es decir, a su función de cara a los demás: la luz ilumina
los contornos de las cosas, de los objetos. En realidad, nosotros no vemos la
luz, contemplamos las montañas, los valles, la nieve, los monumentos, los
niños..., iluminados por la luz. También en este caso nos percatamos de su
valor e importancia cuando nos falta, o no la toleramos, porque nos ciega,
cuando su intensidad es excesiva.
Ahora ya se comprende mejor hacia donde apunta Jesús cuando nos dice: “Vosotros
sois la sal de la tierra”, “vosotros sois la luz del mundo... Alumbre así
vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a
vuestro Padre que está en los cielos”.
En todo este discurso, el Señor se habla de las ‘buenas obras’ a
favor de los demás. Desde luego no se
trata de hacer obras buenas para el lucimiento personal, que eso se llama hipocresía y vanidad.
Más bien que no sepa tu mano derecha lo que hace la izquierda: que tu
comportamiento sea como la sal y la luz que sirven sin aparentar, ayudan sin
darse importancia, sin apenas hacerse notar. Estas ‘buenas obras’, que
son el testimonio más eficaz, aquel que puede conducir a los hombres a Dios,
aparecen estupendamente señaladas en el libro del profeta Isaías. Este gran
profeta de Israel denuncia como falsa e inauténtica una religión de puro culto,
de brillantes ceremonias litúrgicas, de ritos vacíos y rutinarios; en una
palabra, Isaías ataca duramente una religiosidad de puro cumplimiento exterior,
contraponiéndola con la verdadera religión: que es aquella que sirve y da culto
a Dios en la iglesia, pero sin descuidar la justicia con el prójimo, el
amor al hermano. Entonces sí, nuestra presencia en la iglesia, nuestra oración,
será verdadera religión, será culto auténtico, agradable a Dios. Para
orientarnos en este camino, el profeta Isaías nos da alguna pista, nos señala
cuáles son esas ‘obras buenas’ que hacen verdadera nuestra religiosidad,
que dan autenticidad a nuestro culto dominical.
Ante todo, nos enseña lo que debemos evitar a toda costa: hay que desterrar de nuestra conducta cualquier forma de opresión, es
decir, de prepotencia, de despotismo. Por ejemplo, en la relación de los
esposos entre sí, de los padres con los hijos, de los jefes o encargados con
sus subordinados, de los profesores con los alumnos, de los sacerdotes con los
fieles. En estos casos, el profeta alude a los que son más porque tienen más
poder o más dinero o son más grandes con respecto a los más débiles y pequeños.
Hay que desterrar la maledicencia, el hablar mal del prójimo enturbiando su
buena fama, poniendo en entredicho su honorabilidad, intrigando mezquinamente,
zancadilleando.
En segundo lugar, el profeta Isaías nos indica lo que debemos hacer, la
parte positiva del comportamiento de los cristianos: “Parte tu pan con el
hambriento; hospeda a los pobres sin techo; viste al desnudo; no te cierres a
tu propia carne”, que significa: no te cierres a ti mismo ante las
necesidades del prójimo. Como veis, se trata de obras que miran a los demás,
que nos obligan a salir de nosotros, de nuestro pequeño círculo, enfrentándonos
con los graves problemas y necesidades de innumerables hermanos. Basta con sólo
fijarnos en el inmenso problema del hambre que todos los años nos recuerda por
estas fechas Manos Unidas en su Campaña contra el Hambre en el mundo.
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