sábado, 8 de febrero de 2014

REFLEXIÓN DEL 5º DOMINGO T.O. CICLO A.


La semana pasada, si no se hubiese celebrado la PRESENTACIÓN DEL SEÑOR EN EL TEMPLO se hubiese proclamado las bienaventuranzas; Jesús se dirige directamente a los discípulos, a nosotros , para saborear su palabra y participar de su mesa: Si vuestro comportamiento se orienta según los grandes principios que os acabo de exponer, a saber, la preferencia por los pobres, la mansedumbre, el deseo de ser justos, el ejercicio de la misericordia, la rectitud de intención, el amor a la paz y el estar dispuestos a sufrir persecución por mi causa, entonces vosotros seréis realmente la sal de la tierra y la luz del mundo. Con estas palabras, Jesús quiere enseñarnos en qué consiste y cuál es la misión del discípulo. Veamos a qué alude el Señor con la metáfora de la sal y la luz.

En primer lugar, “vosotros sois la sal de la tierra”, nos dice el Señor. La sal, lo sabemos, no sirve por sí misma: no se come directamente la sal, nos envenenaría, pero sirve para condimentar, para dar sabor a los alimentos, para preservarlos de la corrupción, e incluso para fertilizar los campos de cultivo. La función natural de la sal es de acompañamiento, de servicio, sin aparecer en primer plano, sin hacerse notar. Sólo cuando falta, percibimos su ausencia; o cuando está en proporción excesiva, porque no la soportamos y nos hace daño.

Con la imagen de la luz, “vosotros sois la luz del mundo”, Jesús alude a lo mismo, es decir, a su función de cara a los demás: la luz ilumina los contornos de las cosas, de los objetos. En realidad, nosotros no vemos la luz, contemplamos las montañas, los valles, la nieve, los monumentos, los niños..., iluminados por la luz. También en este caso nos percatamos de su valor e importancia cuando nos falta, o no la toleramos, porque nos ciega, cuando su intensidad es excesiva.

Ahora ya se comprende mejor hacia donde apunta Jesús cuando nos dice: “Vosotros sois la sal de la tierra”, “vosotros sois la luz del mundo... Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos”.

En todo este discurso, el Señor se habla de las ‘buenas obras’ a favor de los demás. Desde luego no se trata de hacer obras buenas para el lucimiento personal, que eso se llama hipocresía y vanidad. Más bien que no sepa tu mano derecha lo que hace la izquierda: que tu comportamiento sea como la sal y la luz que sirven sin aparentar, ayudan sin darse importancia, sin apenas hacerse notar. Estas ‘buenas obras’, que son el testimonio más eficaz, aquel que puede conducir a los hombres a Dios, aparecen estupendamente señaladas en el libro del profeta Isaías. Este gran profeta de Israel denuncia como falsa e inauténtica una religión de puro culto, de brillantes ceremonias litúrgicas, de ritos vacíos y rutinarios; en una palabra, Isaías ataca duramente una religiosidad de puro cumplimiento exterior, contraponiéndola con la verdadera religión: que es aquella que sirve y da culto a Dios en la iglesia, pero sin descuidar la justicia con el prójimo,  el amor al hermano. Entonces sí, nuestra presencia en la iglesia, nuestra oración, será verdadera religión, será culto auténtico, agradable a Dios. Para orientarnos en este camino, el profeta Isaías nos da alguna pista, nos señala cuáles son esas ‘obras buenas’ que hacen verdadera nuestra religiosidad, que dan autenticidad a nuestro culto dominical.

Ante todo, nos enseña lo que debemos evitar a toda costa: hay que desterrar de nuestra conducta cualquier forma de opresión, es decir, de prepotencia, de despotismo. Por ejemplo, en la relación de los esposos entre sí, de los padres con los hijos, de los jefes o encargados con sus subordinados, de los profesores con los alumnos, de los sacerdotes con los fieles. En estos casos, el profeta alude a los que son más porque tienen más poder o más dinero o son más grandes con respecto a los más débiles y pequeños. Hay que desterrar la maledicencia, el hablar mal del prójimo enturbiando su buena fama, poniendo en entredicho su honorabilidad, intrigando mezquinamente, zancadilleando.

En segundo lugar, el profeta Isaías nos indica lo que debemos hacer, la parte positiva del comportamiento de los cristianos: “Parte tu pan con el hambriento; hospeda a los pobres sin techo; viste al desnudo; no te cierres a tu propia carne”, que significa: no te cierres a ti mismo ante las necesidades del prójimo. Como veis, se trata de obras que miran a los demás, que nos obligan a salir de nosotros, de nuestro pequeño círculo, enfrentándonos con los graves problemas y necesidades de innumerables hermanos. Basta con sólo fijarnos en el inmenso problema del hambre que todos los años nos recuerda por estas fechas Manos Unidas en su Campaña contra el Hambre en el mundo.

Estas son algunas de esas ‘obras buenas’ que llevan a la práctica la gran ley fundamental de las bienaventuranzas. “Entonces brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía”, dice el profeta. Y Jesús: “Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que den gloria a vuestro Padre”. Tanto el profeta Isaías como sobre todo Jesús piden al creyente la luz y la sal de las buenas obras: este testimonio vale más que mil palabras, porque son las buenas obras, las obras de misericordia, las que hacen verdadera y creíble nuestra religión. A la vista de esto, ¿qué sentimos en nuestro interior cuando escuchamos al Señor que nos dice “vosotros sois la sal de la tierra”, “vosotros sois la luz del mundo”? ¿Lo somos realmente?

No hay comentarios: