Primera mirada: La Llamada
“Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús. Éste encuentra primeramente a su propio hermano, Simón, y le dice: Hemos encontrado al Mesías, que quiere decir Cristo. Y le llevó a Jesús. Fijando Jesús su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que quiere decir, Piedra”. (Jn 1, 40-42)
La mirada de Jesús es una mirada profunda, penetrante, de comprensión, de afecto, de ternura, de atención singular. Y nosotros podremos tal vez recordar ese momento, distinto para cada uno, en el que hemos comprendido que Jesús había puesto su mirada en nosotros; para unos sucede en los primeros años, para otros de adolescentes y para otros de jóvenes. Es el momento en el que hemos sentido que algo distinto se movía dentro de nosotros, que el Señor se interesaba por nosotros, que nos miraba y nos llamaba precisamente a nosotros.
Sería hermoso que cada uno pudiera evocar con gratitud ese día, aquellas circunstancias, lugares, situaciones en las que ha experimentado algo de lo que Pedro sintió cuando escuchó que le llamaban por su nombre. Y Jesús, con su mirada, hace comprender a Pedro que quien le llama por su nombre tiene en sus manos también su futuro.
¿Recuerdo cómo fue la primera vez
que Jesús fijo su mirada en mí?
Segunda mirada: La Conversión
“Pedro le iba siguiendo de lejos. Habían encendido una hoguera en medio del patio y estaban sentados alrededor; Pedro se sentó entre ellos. Una criada, al verle sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: Éste también estaba con él. Pero él lo negó: ¡Mujer, no le conozco! Poco después le vio otro y dijo: Tú también eres uno de ellos. Pedro dijo: ¡Hombre, no lo soy! Pasada como una hora, otro aseguraba: Cierto que éste también estaba con él, pues además es galileo. Le dijo Pedro: ¡Hombre, no sé de qué hablas! Y en aquel mismo momento, cuando aún estaba hablando, cantó un gallos. El Señor se volvió y miró a Pedro. Recordó Pedro las palabras que le había dicho el Señor: Antes de que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces, y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente”. (Lc 22, 54b-62)
Pero la llamada a Pedro no se queda solamente en esa mirada inicial, sino que lo inicia en un camino que lo lleva a una conversión cada vez más autentica: lo lleva a la necesidad de salir de sus propios intereses y de su manera de ver las cosas, para moldear su propio ser según la voluntad de Dios. Pedro debe aprender que la fe es un don de Dios, no una posesión suya.
Pero Pedro ¿Por qué negaste a Jesús?
Ciertamente por miedo, pero más probablemente aún porque me sentía totalmente perdido y, al afirmar que no lo conocía, ponía de manifiesto algo que había en mí. Mis respuestas contenían una parte de verdad, porque ya no lograba ser, discípulo de un hombre tan humillado, que se dejaba maltratar de ese modo; me había decepcionado, ya no lograba entenderlo, de algún modo podía decir que no lo conocía. Había en mí, en el fondo, la no aceptación de este Jesús sufriente y humillado y, por tanto, la no aceptación de la voluntad de Dios que se manifestaba en dicha humillación, la no aceptación de un Dios que se implica con el hombre hasta el punto de dejarse anonadar en la persona de Jesús. Y fue solamente la mirada de Jesús la que tocó mi corazón, haciéndome comprender hasta dónde había llegado. Fue entonces cuando comprendí que es necesario aceptar a Jesús tal como es, que es necesario aceptar la voluntad de Dios manifestada en el crucificado, humillado, torturado, ejecutado. Éste es el camino.
¿En qué cosas en mi vida intento manejar yo a Dios?
Él nos conoce. Sabe de que masa estamos hecho. Presiente nuestras debilidades. Pero aún así nos Ama. ¿De qué manera influye este Amor en el “hoy” de nuestra vida?
Conclusión: Camino del Amor
Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: Muchachos, ¿no tenéis nada que comer? Le contestaron: No. Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: Es el Señor. Cuando Simón Pedro oyó “es el Señor”, se puso el vestido, pues estaba desnudo, y se lanzón al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos.
Después dice Jesús a Simón Pedro: Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? Le dice él: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta a mis corderos. Vuelve a decirle por segunda vez: Simón de Juan ¿me amas? Le dice él: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta a mis ovejas. Le dice por tercera vez: Simón de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: ¿Me quieres?, y le dijo: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas” (Jn 21,1-17)
Ahora ya no hay una mirada, sino el fruto de la anterior, que permitió a Pedro dar un vuelco a su corazón. Ahora es interrogado sobre el amor y no sobre la fe, probablemente porque la raíz de esta última es el amor. La fe es el ojo del amor. Primero existe el amor que Dios derrama en nuestro corazones y es este amor el que nos permite creer, abandonarnos, confiarnos a él.
Pedro completó su camino cuando comprendió su fragilidad, y lo ha dicho claramente en sus respuestas: Señor, tú lo sabes todo; ya no quiero afirmar nada más de mí, no quiero presumir de nada; y, también lo completó, cuando escuchó esa pregunta sobre lo esencial, es decir, sobre el amor, que debía convertirse en el punto de referencia de toda su actividad pastoral.
Hoy Jesús nos pregunta a cada uno de nosotros ¿me amas?